Esta tarde he terminado de leer la novela “Un amor”, de Sara Mesa. Me la he bebido en dos días. Hoy es Sábado Santo, 30 de marzo, y esta semana ha llovido tanto en Cuenca que se han suspendido prácticamente todas las procesiones. Ha sido con seguridad la Semana Santa más deslucida desde hace muchas décadas en nuestra ciudad.
He comenzado a redactar esta pequeña reseña al calor de las poderosas imágenes del film “La historia más grande jamás contada”, que están pasando por el canal Trece. No la he visto desde el principio, pero llevo ya un rato escuchando al portentoso Max Von Sydow (probablemente el actor que mejor ha encarnado a Jesús de Nazaret) esparcir mensajes de amor entre los habitantes de Galilea, y ahora, mientras carga con su pesada cruz camino del monte Calvario, alguien aparece para auxiliarle (Sidney Poitier) y llevarle la cruz durante algunos metros, en un gesto de arriesgada generosidad. Y pienso en cuánto amor hay en ayudar al prójimo de manera altruista, como hace el Cirineo con Jesús, y en que poco amor hay en “Un amor”, la novela escrita por Sara Mesa.
En ella, el personaje principal es Nat, una joven traductora, llena de dudas y con una actitud bastante pusilánime, que acaba de dejar su trabajo para trasladarse a una vieja casa pero de alquiler barato en La Escapa, una pequeña zona rural de España. No ha elegido este pueblo por placer, sino por necesidad. Y desde el comienzo, todos los factores parecen sumarse en su contra: la casa está destartalada, su casero es un ser abominable, el perro que este le lleva a petición suya es antipático y desastrado, y en el pueblo, la desconfianza transita plácidamente y salta como una pulga de casa en casa. Tan solo Píter, al que llaman “el hippie”, brindará a Nat un pequeño destello de amistad, aunque siempre le parecerá que él guarda otra intención. Porque Nat no se acaba de encontrar a gusto ni con ella misma, ni con la casa (que no para de mostrarse defectuosa) ni con los que tiene alrededor.
Debido a su soledad y a la desubicación que padece, tanto emocional como profesionalmente (se está iniciando con la traducción literaria, pero le resulta tremendamente complejo el hecho de tener que elegir entre una palabra y otra), se ve inmersa en una extraña relación con un vecino, Andreas, que levanta suspicacias entre todos los convecinos y que representa una de las figuras masculinas básicas a lo largo del relato. Un hombre distante, con el que es capaz de fundirse físicamente para gozar del placer sexual, pero al que desconoce por completo y que nunca hace el esfuerzo de conectar con ella ni con sus emociones. Eso la descoloca aún más y acaba naufragando en su propio horizonte de expectativas no cumplidas. El nexo que les une deriva de la atracción física a la frialdad y el distanciamiento, lo que provocará la ruptura. Andreas despertará en Nat un insondabile desconcierto que ni ella misma es capaz de comprender, al tiempo que desata sus celos más primarios en un proceso de animalización que la lleva a realizar actos poco razonables.
Además Píter, el amigable vecino siempre dispuesto a ayudarla, reacciona contra ella cuando más apoyo necesita como consecuencia de un incidente con el perro, que ya había empezado a darle a Nat alguna muestra de cariño. Aparte, tenemos a la familia modélica que ha heredado la casa de la parcela aledaña. Una familia en apariencia perfecta que, sin embargo, puede convertirse en diábolica en cuestión de segundos. Otros personajes que intervienen en la trama son el matrimonio de ancianos, abandonados por su hijo, que sobreviven cada día a pesar de la demencia de ella y la incipiente ceguera de él. Es destacable, sobre todo, la presencia de la mujer, Roberta, la antigua maestra del pueblo, que le insiste siempre a Nat, con frases que aparentemente carecen de lógica, en la falta de comprensión entre unos y otros dentro del microcosmos hostil que es La Escapa.
El lenguaje, la comunicación, resultan esenciales en el desarrollo de los personajes. Nat está constantemente intentando entender el mundo que de repente se ha convertido en su hábitat, pero al que no es capaz de acoplarse, quizás porque ni quiere ni puede. Y ya dijo Darwin que no sobreviven las especies más fuertes ni las más inteligentes, sino las que mejor se adaptan a los cambios de su entorno. Nat, no se siente fuerte y va poco a poco perdiendo la batalla de la adaptación y la aceptación de su persona, reencarnando un proceso de desromantización del mundo rural en toda regla, en un momento como el actual en el que nos parece que todas las soluciones a nuestros problema están en el abandono de la vida urbanita frente a la idealizada vida rural.
En consecuencia, respecto a la cuestión ¿el medio hace al hombre o es el hombre el que hace al medio? Sara Mesa parece situarse en el segundo bando, pues los lazos de difidencia y egoísmo que determinan la idiosincrasia de un lugar son producto de las acciones cotidianas de sus habitantes. Somos nosotros con nuestros actos los que revestimos los espacios de mayor o menor habitabilidad. No obstante, la autora le regala a la protagonista en la escena final un hilito de paz, una pequeña victoria que arroja un poco de luz y esclarece el polvoroso camino que ha recorrido hasta ese momento.